Juan Evangelista, su verdadera historia


LA VERDADERA HISTORIA DE ...

 


Juan Evangelista, que ha vivido más de trescientos años, ¿sigue aún entre nosotros…? Lo descubrirán quienes lean sus dilatadas memorias, los cuatro libros de aventuras que tuvo la ocurrencia de escribir al final de su vida.
Juan Evangelista, personaje único por sus circunstancias, plantó muchísimos árboles, tuvo una docena de hijos –la mayor parte fuera de la ley– y escribió cuatro libros, como acabamos de decir. Estos libros están encabezados por los siguientes títulos: “Edad de las tinieblas”, “Siglo de las luces”, “Era de las máquinas” y “Perpétuum móbile”. Ellos intentan representar los tiempos que le tocó recorrer, los siglos XVII (su final), XVIII, XIX y XX de la Era actual, la Era cristiana.
Juan Evangelista, niño diablo, hijo del cometa y lobo solitario –que tantas veces y de tantas formas le dijeron–, vino al mundo en la monumental plaza fuerte de Ciudad Rodrigo –población amurallada que está al oeste de Salamanca y muy cerca de la frontera portuguesa– durante la primavera o el verano de uno de los años que rondaron al de 1680; créanme que este es un buen punto de referencia, y que sería muy difícil, si no que imposible, precisar más.
Juan Evangelista, hijo de padres ricos y tocado de la melancolía, flautista avezado y comedor de carne…, amenazado por las costumbres del tiempo que le vio nacer, los rebeldes portugueses y el torpe y largo brazo de la Inquisición, medró en este planeta y recorrió los tiempos de la infancia y juventud protegido por sus padres, la marquesa de los ojos violetas y el prior del convento ubetense al que le condujo el Destino.
Juan Evangelista, cuando le llegó el turno, hacia 1740, investido de las órdenes menores emigró a las Indias Occidentales –como era casi de rigor en la época que decimos–, pero ese será otro cantar y por ahora nos conformaremos con la narración de los tiempos iniciales en la existencia de tan longevo protagonista.

Nota: La imagen de Juan Evangelista que encabeza esta página está tomada de un retrato de  Humboldt (Alexander von Humboldt), famoso naturalista alemán que a finales del siglo XVIII y principios del XIX realizó un viaje de estudios por las Indias Occidentales –sobre todo atravesando lo que hoy en día es Venezuela y Colombia– e hizo una descripción de la geografía y  botánica de estos lugares que ha pasado a la Historia por sus méritos.

 



Este libro, el primero de la serie, 
puede conseguirse como edición de bolsillo en:

EDAD DE LAS TINIEBLAS


Si queréis leer partes de estos libros, aquí tenéis unos enlaces,

Juan Evangelista en Ohlog.com

Juan Evangelista en Wordpress


pero si se os hace muy cuesta arriba apretar el botón del ratón podéis echar una ojeada a lo que se dice a continuación,
unas páginas del tercer libro que podrían llevar por título,
"En los mares de Insulindia".


Al fin, al caer la tarde, regresaron quienes habían ido tras los fugitivos, y de cierto que trajeron a algunos, aunque en qué estado... Los que podían caminar habían sido tan brutalmente apaleados que al vernos se precipitaron entre los soldados y lejos de sus captores, y gracias a ello y a la intervención del capitán, que ordenó enviarlos al barco, no fueron rematados allí mismo, pero otros, aún vivos aunque agonizantes, sufrieron peor suerte.
El capitán y el médico de nuestro barco mantuvieron una breve conversación, y tras ella observé que a los moribundos se les administraba una pócima que les provocaba no pocas convulsiones; luego, escasos segundos después, expiraban.
Yo me adelanté hacia quien se decía doctor, e indignado le tomé por el brazo.
–¿Qué están haciendo ustedes...? ¿Qué es esto? –y el médico, que era un hombretón irlandés, me miró con evidente fastidio y cara de pocos amigos.
–Esto es cianuro potásico –repuso sosegadamente, y añadió–. Ahora, apártese, si no quiere probarlo... –y ante la amenaza y las hoscas miradas de los soldados desistí de mi intento y, con verdadera rabia, ayudé a abrir la fosa en la que fueron arrojados algunos de aquellos cuerpos, que encontraron revuelta sepultura debajo de los árboles.
Algunos de aquellos cuerpos, sí, porque otros fueron llevados hasta el extremo de la playa y quemados entre gran estrépito y aclamaciones, y aun otros amarrados en las más estrambóticas posturas pendientes de los árboles..., y cuando algunos malayos se aprestaban a colgar de los cocoteros los últimos cuerpos caídos en la batalla, con la ayuda de los soldados que estaban con nosotros quise impedirlo, pero el capitán, que lucía sus ropas destrozadas por efecto de la contienda, me impidió de nuevo intervenir. Ante mi más que justificada indignación, dijo,
–Por supuesto que voy a permitir que cuelguen esos cuerpos. Es su costumbre y no hacen mal a nadie..., puesto que están muertos. Hoy ha sido un día muy agitado y no quiero más problemas, y menos con gentes de nuestro propio bando. Al contrario, debería dar usted gracias a Dios por estar vivo, pues sepa que yo he estado en refriegas de las que libramos con bien por pura casualidad.
Luego me contempló con cachaza y añadió,
–¡Vaya, vaya allí y diviértase...!, que correrá el alcohol en abundancia. Una victoria es siempre una victoria, y todos hemos contribuido a ella.
... y a pesar de mi repugnancia, en compañía de algunos de nuestros hombres, que no mostraban tantos remilgos como quien les habla, me acerqué hasta las grandes hogueras que en el otro extremo de la playa habían encendido los naturales del lugar y nos unimos a su desbordada alegría, que fue subrayada por ininteligibles y guturales gritos y sones de tambor malayo.
Todos los  pueblos tienen sus músicas, y la música de los mercenarios malayos, ¿saben ustedes cuál es? Pues yo se lo diré: es la de las esquilas que colocan en el cuello de los ahorcados en los cocoteros de sus playas. Cuando los ahorcados son cuarenta o más, el concierto es polifónico, y en ocasiones, tocadas por el viento, he creído oír melodías que me resultaban familiares.
Los aborígenes malayos de taparrabos y mirada oscura colocaban esquilas y cencerros y cascabeles en el cuello a los que iban a ahorcar, y a veces también en los pies, y cuando el cocotero, tras ser cortada de un hachazo la cuerda que lo sujetaba, recuperaba su forma, merced al viento el cuerpo se balanceaba sin fin produciendo la consiguiente sinfonía... 

 

Portada del libro segundo
 

Reloj elástico
 
 
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