Cuentos de Camargo Rain

 

 

EL CUENTO DEL GABARDINOSO Y SU PERSEGUIDOR

 

Juan el gomoso estaba aquella tarde en las duchas de caballeros de la Real Sociedad de Tenis, duchándose, cuando una caterva de chiquillos, y no tan chiquillos, pasó corriendo y gritando por el pasillo en dirección al gimnasio y las taquillas; naturalmente, iban todos desnudos. Juan el gomoso, que no era partidario de los ruidos, ni de las multitudes, los contempló con cierto desasosiego.

–¡Hay que ver, qué promiscuidad...! ¡Parece mentira! –y los siguió atenta y severamente con la mirada hasta que se perdieron en el próximo recodo.

Juan el gomoso, que era muy ahorrativo, iba a ducharse a las duchas de la Real Sociedad de Tenis, y luego, obedeciendo a un doble impulso, se instalaba en la barra del bar. Siempre cabía la posibilidad de encontrar a algún conocido con el que pegar la hebra, pero es que, además, resultaba que aquel era uno de los establecimientos hosteleros de la zona con precios más ajustados y convenientes. ¡Claro, como que era un club privado! No es que Juan, alias el gomoso, apodo que su aspecto justificaba de sobra, fuera pobre, pero el ahorro es el ahorro, que se suele decir. El ahorro y la frugalidad son algunas de las virtudes capitales, y quien quiera entender, que entienda.

–¡Un whisky!

–Sí, señor.

Los del equipo de hockey, los mayores, los veteranos, llegaron tras la instrucción y la posterior e inevitable ducha. Eran altos, erguidos, repeinados y de andares lentos y casi chulescos; sus miradas, de experiencia; las toses, de fumadores, y las calvas, tirando a alopécicas y del género frente despejada; alguno, un poco más viejo que los demás. Todos iban con bolsas de deporte y palos antiguos y remendados –que son los mejores, como se sabe–, e hicieron su entrada en el bar del mejor humor.

–¡Querido capitán...!

–¡Sí, querido capitán...! ¿Cómo es que no has venido al entrenamiento? Sin ti nos encontramos desasistidos...

Juan el gomoso, por decir algo, argumentó que sufría un esguince, sí, un principio de esguince, eso me ha dicho el médico y no te puedes hacer idea de lo molesto que es...

–En la vida hay cosas importantes y otras menos. ¿De acuerdo?

–Sí, de acuerdo.

–Pues bien, una de las más importantes es no entrar nunca en las grandes superficies.

–¿Eso lo dices tú, con lo que las conoces?

–¿Por qué crees que lo digo?

El coloquio continuó durante un buen rato de aquel tenor, sobre poco más o menos.

–¡Esto del esguince...! Me parece que voy a empezar a pensar en el golf.

–¿Tan viejo te sientes?

–Sí, empiezo a estar acabado.

–¡Alegría, Juan Manuel, que esto no termina aquí!

Juan el gomoso y su interlocutor chocaron los vasos desganadamente.

–¿Cuál es tu hándicap?

Juan el gomoso, que no estaba seguro del significado de semejante término, con la copa en la mano intentó cambiar el tercio y miró a su derecha. Pepelú vino en su auxilio, pues algo que acababa de decir captó su atención.

–¿Qué es eso del gabardino?

–¿No lo has oído...? En el colegio de los niños no hablan de otra cosa. Mi hijo y sus amigos estuvieron la otra tarde persiguiéndole.

–¿Lo dices de verdad?

–¡Toma!, pues claro. ¿No te lo ha dicho tu hija?

–¿Irene...? Hace una semana que no la veo.

... y luego la conversación, al hilo de la bebida, derivó por otros derroteros, derroteros muy manidos, es cierto, pero es que ya se sabe que en las tertulias siempre se habla de lo mismo: de política, de economía, de mujeres y de elementales aventuras más o menos hogareñas... El amigo Pascual, por ejemplo, le cargaba un poco, sobre todo cuando se entusiasmaba haciendo continuas, explícitas y extravagantes observaciones cuantitativas sobre su sueldo de prejubilado...

A Juan el gomoso, atendiendo a dos conversaciones a la vez, se le ocurrió de pronto una idea.

–Oye, ¿sabéis lo que habría que hacer?

–No. A ver, dínoslo tú, que eres de la Junta Directiva.

Juan el gomoso hizo una pausa.

–Habría que organizar un comando..., a ver si acabamos de una vez con estas cosas...

Semejante idea fue muy bien acogida...

–¡Otro whisky!

–A mí también.

... y al final agarraron un pedo de campeonato –como solía suceder todas las tardes en que había entrenamiento– en la barra del bar de la Real Sociedad de Tenis...

–Oiga, y aquel colegio, el colegio antedicho, ¿también era un colegio privado?

–También, por supuesto. Era un colegio de lo más privado, aunque mixto.

–Bueno, hoy en día casi todos los colegios son mixtos.

–¡Sí, es que los tiempos adelantan que es una barbaridad!

Juan el gomoso, como decíamos, por motivos en los que mucho tenía que ver el ahorro, se iba a duchar a las duchas de la Real Sociedad de Tenis, club privado, en lugar de hacerlo en su casa, pero el ahorro, contra lo que pudiera suponerse –y si vamos a juzgar por lo que va a seguir–, no era el más importante porqué.

 

 

Juan el gomoso, en cuanto tenía oportunidad, decía economía doméstica, en la cúpula y ámbitos de inversión. También decía grandes superficies, medio ambiente y zona liberada.

–¿Zona liberada?

–Bueno, sí, ya sabe usted... Esta zona: la nuestra.

–¡Ah, ya!

Juan el gomoso, capitán –circunstancialmente lesionado– del equipo de hockey de veteranos del Real Club de Tenis, una tarde de sábado en la que parecía que los hados jugaban a su favor y estaban solos, planteó a su mujer una cuestión delicada.

–Oye, ¿dónde está el uniforme de la niña?

La mujer de Juan el gomoso, de nombre Irene, padecía ataques de paranoia aguda con aquel asunto del que los periódicos se ocupaban tan regularmente. ¡A las niñas las quieren meter mano los desconocidos por la calle...! Claro, de tanto ver la tele. Su padre, en cambio, miraba a su hija de reojo y, para sus adentros, comentaba,

–¿A esta, tan culibaja y cabezona como su madre, le va a querer meter mano alguien...? –y concluía–. Bueno, es posible; ya se sabe que hay gustos para todo. ¡Ley de vida...!

Juan el gomoso hizo un primer intento de colocarse aquella prenda introduciéndola por la cabeza, pero no dio resultado. Su mujer le miró con sorpresa.

–Pero..., ¿se puede saber qué estás haciendo?

–Nada, tranquila... A ver, ayúdame tú.

–¿Que te ayude yo...? Pero ¿qué es esto...?, ¿te has vuelto loco?

El segundo intento tampoco dio mejor resultado, y cuando doña Irene, a gritos y a punto de perder la paciencia, inquirió de nuevo la razón última de tan sorprendentes manipulaciones, dijo lo siguiente.

–Pues..., en aras de la economía doméstica.

–¿De la economía doméstica...? Oye, ¿sabes que cada día dices cosas más raras?

Juan el gomoso miró a su mujer.

–¿Quieres que me compre uno nuevo...? En realidad sólo lo voy a usar una tarde.

–¿Qué lo vas a usar qué...?

–Bueno, dos tardes.

... y es que, tras muchos preparativos y algunas disquisiciones sobre el particular, Juan el gomoso había llegado a la conclusión de que si no lo hacía él no lo iba a hacer nadie, porque estaba claro que los demás no se atrevían... Sí, ellos hablaban mucho, pero nadie daba un paso, y es que su situación social... Pero bueno, en definitiva a él tampoco le importaba... Quien le contemplaba, sin embargo, estaba empezando a enfadarse.

–¿Pero que estás haciendo...? ¿No ves que lo vas a romper...? ¡Suelta!

–Espera, espera un poco, mujer, que a lo mejor lo consigo.

–¡Jesús, José y María!

Juan el gomoso, tras muchos forcejeos, hubo de darse por vencido.

–¡Nada, es inútil, yo ahí no quepo!

–¿No te lo estaba diciendo yo? ¿No te lo estaba diciendo...?

 

 

Aquella noche, aprovechando que su hija, sentada a su lado en el sofá, dedicaba sus ocios a contemplar abúlicamente la televisión en vez de aporrear la dichosa maquinita, Juan el gomoso dejó caer una pregunta.

–Pues no sé... Era como un señor alto...

–¿Alto?

–Sí, y moreno...

–¿Cómo de alto?

–Pues no sé... Como tú.

La niña no apartaba la mirada de la pantalla.

–Oye, ¿quieres hacerme caso? Te lo estoy preguntando en serio.

Irene tenía trece años y hablaba igual que su padre.

–Pero bueno, ¿qué es lo que quieres...? ¿Que te trace un retrato?

–Sí, hija, sí; eso es lo que quiero.

La niña le miró.

–Bueno, pues yo qué sé... ¡Es uno viejo con un abrigo...! Y cuando nosotras pasamos a su lado se abre el abrigo... ¡Y lleva eso de plástico! ¡Y calcetines!, y como gomas...

–¿Eso...? ¿Qué es eso?

–¡Pues eso...! ¿Eres tonto?

Hubo una pausa.

–Pero tú..., ¿le has visto?

–¡Anda, pues claro! ¡Y todas!

–¿Y no se os ha ocurrido llamar a la policía?

–¿A nosotras...?

–Sí, hija, a vosotras. ¿Para eso lleváis tanto teléfono?

La niña le miró atravesadamente, aunque al fin recapacitó.

–Bueno, sí; es una opción.

Aquella noche, una noche más, aunque fuera sábado, tras apagar las luces y la televisión, la pareja se fue a la cama con toda la apatía que uno sea capaz de imaginar, leyeron un rato y luego se quedaron dormidos boca arriba..., porque el hecho era que a Juan el gomoso su mujer no le hacía mucho caso, o quizá era él quien no se lo hacía a ella. ¿Cómo era aquel asunto...? Bueno, cómo era aquel asunto no se sabe, pero estaba claro que la pareja no se entendía del todo, por decirlo así.

–¡La rutina, amigo Pascual, la rutina! ¡Siempre la rutina! Y la economía doméstica...

 

 

En la barra del Tenis se lo jugaron a los chinos, y la fortuna acabó cebándose en Pepelú.

–Te ha tocado a ti.

El mencionado se parapetó tras el vaso.

–¿A mí...? ¡No me líes, Mariflor, que yo eso no lo hago!

–Has perdido tú.

–¿Y a mí qué me importa? La idea ha sido tuya, y si te quieres meter en ese lío...

Todos se miraron. Ninguno dijo nada, pero en sus caras se adivinó que aprobaban el punto de vista de aquel a quien había señalado la Providencia.

–Bueno, ¿quién ha quedado el anteúltimo?

Hubo nuevas sonrisas, aunque nadie se atrevió a abrir la boca.

–¿Quién..., yo...? Pero bueno, venga, macho, ¿tú estás mal? ¿Que me disfrace de colegiala para andar de noche por ese barrio...? Le ha tocado a éste, y si no quiere...

La discusión se prolongó durante un rato en el que no consiguieron ponerse de acuerdo, y al fin Juan, Juan el gomoso, respiró.

–¿Sabéis lo que os digo...? Pues que ya que estáis todos tan cagados..., lo haré yo. Alguien lo tiene que hacer, ¿no?, y como soy el capitán, y vosotros... En fin, ¡todo sea por la causa...! Pero vosotros me acompañáis, ¿eh? Dos de vosotros, en el coche...

Luego hubieron de buscar un disfraz, y Juan el gomoso, escoltado por Lucas, que era el más joven del equipo, echando furtivas ojeadas a su alrededor penetró en la tienda de disfraces.

–Buenas... Queríamos un uniforme de colegiala.

La señora que había detrás del mostrador los contempló.

–¿Es para ustedes?

–No... Bueno, pero uno grande, necesitamos uno grande, el más grande que tenga.

La señora volvió con varios, y desde aquel momento los obsequió con mudas y tortuosas miradas.

–¿Éste...? Bueno, yo creo que sí, que éste servirá. ¿Cuánto le debemos?

 

 

Juan el gomoso, ataviado con el uniforme de colegiala alquilado en Cornejo, algunos libros viejos de su hija bajo el brazo, una peluca morena y cortita y los pelos de las piernas ocultos bajo unas medias de perlé, descendió del coche del comando en la más oscura esquina que pudieron encontrar.

–¿Qué hora es?

–Las seis.

–Bueno, sólo faltaba que me encontrara a Irene...

–¿Pero no va en autobús?

–Sí, pero ya sabes que cuando el diablo no tiene que hacer...

–Bueno, venga, sal y a lo tuyo. Nosotros te esperamos aquí.

Juan el gomoso se apeó del coche y, no muy seguro de lo que fuera a suceder, observó con aprensión sus solitarios alrededores y comenzó a caminar por la acera. Según los planes diseñados, el que llevaba a cabo la labor deambulaba un poco por la zona, mientras los otros dos, el comando de apoyo, se quedaban en el coche esperándole en un chaflán sombrío... Los zapatos le quedaban pequeños, y el haberse puesto las medias sobre los calcetines no mejoraba la cuestión; además, como tenían algo de tacón, componía una figura anormalmente alta para el papel que pretendía desempeñar. ¡Los libros...! Esa era otra, porque pesaban lo suyo, y la peluca, que ya se le metía por los oídos..., pero, en fin, ¡todo por la causa!

Juan el gomoso, observado con sorpresa por las escasísimas personas con que se cruzó, anduvo veinte minutos por las desiertas calles y volvió al coche. Fue un corto paseo, sí, e infructuoso, pero tampoco esperaba tener éxito en sus gestiones la primera vez, y cuando volvió de su aburrida incursión se encontró a sus compañeros apoyados en el coche, hablando gesticulantes y fumando.

–¿Sabes lo que ha pasado?

–Qué.

Nando estaba sumamente excitado.

–Que ha venido la poli y han registrado el coche. ¡Nos han hecho salir y han mirado por todas partes!

–Oye, ¿no habréis dicho nada...?

–¿Tú estás loco? Además, ni nos han preguntado qué hacíamos aquí...

El amigo Fernando, Nando, que era médico, y un médico importante, un médico de prosapia, de abolengo, como si dijéramos, un médico muy establecido, en la vida se había visto en otra, y menos con la policía.

–Y también nos han pedido los carnés...

–Bueno, pero como vamos bien vestidos no nos han dicho nada.

Luego se subieron en el coche y arrancaron.

–Venga, vámonos de aquí cuanto antes.

–Oye, ¿nos tomamos unos whiskys?

–Sí, hombre... Yo vestido así... ¡Espera que me quite este...!

–Bueno, que más da... Manolo se reiría bastante. Qué, ¿vamos al Central?

... pero no fueron, claro, sino que se volvieron a casa, cada uno a la suya.

 

 

La siguiente vez que intentaron representar aquella suerte de melodrama tuvieron mejor suerte. No bien habían aparcado el coche, y cuando Juan se aprestaba a apearse, una extraña figura surgió ante ellos doblando la esquina más próxima, y al percatarse de su presencia dio media vuelta apresuradamente y desapareció.

–¿Habéis visto...? Ése es. ¡Venga, arranca, que le cogemos!

Nando arrancó el coche atropelladamente, y haciendo chirriar los neumáticos dobló la esquina. Al fondo, al otro lado de la desierta calle, una oscura forma corría alejándose.

–¡Písale, písale, que le pillamos...!

El coche consiguió ponerse a su altura porque la calle era larga, pero una vez lo hubieron conseguido, cuando ya casi podían vislumbrar su cara, el que huía torció abruptamente por una calleja llena de traicioneros árboles sobre la acera, más estrecha que la anterior, y se alejó hacia el fondo.

–¡Venga, dale!

–¿Por ahí...? ¿Estás loco? ¿No ves que es dirección prohibida?

Juan el gomoso, tras tantos esfuerzos, se quedó sin habla.

–¿Tú eres gilipollas...? ¿Y a ti qué te importa que sea dirección prohibida?

La figura se perdía al fondo de la calle, y Juan el gomoso, que la había sentido a su alcance, salió del coche y corrió tras él. Por un momento creyó que le alcanzaba, y seguramente lo hubiera conseguido pues no en vano era el capitán del equipo de hockey, pero es que correr con aquellos zapatos... Al fin, tras unos momentos de desenfrenada carrera pudo observar que la sombra de abrigo negro llegaba hasta una alta tapia de piedra, la escalaba con toda celeridad y desaparecía arrojándose detrás.

Juan volvió al coche caminando lentamente, y cuando estuvo dentro lo primero que hizo fue quitarse los zapatos.

–¡Mierda...!

Nando le miró airadamente en el silencio que siguió.

–¿Y qué...? ¿Luego la multa la pagas tú...?

Juan el gomoso, que tras aquella galopada había perdido el resuello y las ganas de pelea, se sintió conciliador.

–Venga, vámonos a casa, que esta noche no le pillamos.

 

 

Después de aquello sólo tuvieron que esperar una semana más, noche sombría y lluviosa, propicia para historias de fantasmas y pálidos aparecidos..., y aquella última vez...

Salió del coche agazapado ante el silencio cómplice de quienes le acompañaban. Se irguió y comenzó a andar por la acera evitando pasar cerca de las farolas...

Eran las seis, sobre poco más o menos, de una gélida y anochecida tarde de invierno, y él caminaba, bajo las amarillentas farolas, apresurada y cansinamente, con la cabeza baja y aparentando ser lo que no era...

¿Quién era el que se disfrazaba? ¿El gabardinoso, con su miembro de plástico –porque es que encima, por lo que le había dicho Irene, la llevaba de plástico–, o el capitán del equipo de hockey, de colegiala...? Desde dentro de su ridícula máscara, Juan el gomoso lo pensó. ¿Cuál era mejor disfraz? ¿El de gabardinoso o el de colegiala...?

Eso que lo diga quien lo sepa, pero Juan, nuestro Juan el gomoso, disfrazado de aquella guisa y deambulando bajo las farolas –lo pensó él mismo–, más parecía una puta de las de antes que una niña...

Y entonces, de repente, ¡por milagro!, tras dar varias vueltas por calles desiertas y desconocidas, Juan el gomoso encontró lo que buscaba. El Destino le había llevado hasta la alta pared de piedra en donde la vez anterior se les escapara tan notable personaje. Juan el gomoso rodeó la manzana y encontró una puerta metálica rota y salida de sus bisagras por la que se podía entrar en el recinto. Atisbó por ella y pudo ver uno de esos solares vacíos que, cubiertos de crecida hierba y defendidos por macizas tapias, aún quedan en algunos lugares de las ciudades; mayormente, en las zonas liberadas. Y allá, al fondo...

–(¡Y con ligas, además!) –pensó inquieto Juan el gomoso desde su escondite, porque, ¿cuándo fue la última vez que hizo el amor en condiciones...? La verdad es que ni se acordaba.

–¡Eh, tú!

El extraño personaje, que se entretenía en fumar un cigarrillo, se volvió de golpe. Luego miró nerviosamente a su alrededor, pero no había ni que pensar en escapar porque la tapia, por dentro, era mucho más alta que por fuera.

Juan el gomoso, presto a echar a correr tras él, se acercó flemático hasta que estuvieron frente a frente.

–Quítate la gabardina.

El gabardinoso, que era bajito y tampoco demasiado mayor, tiró el cigarro y le miró sorprendido.

–¿Con este frío...?

Juan el gomoso, que estaba un poco intranquilo ante la posible aparición de alguien, alzó la voz.

–¡Quítate la gabardina!

El gabardinoso, arrimado a la tapia, obedeció, y a continuación, como si un imán los atrajera y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, se pusieron a la tarea.

Durante un buen rato ninguno pronunció palabra, pero luego, en la oscuridad, Juan el gomoso se sintió obligado a decir algo, y lo que dijo le salió del alma, un alma muy ronca.

–¿Te gusta, tío?

Al gabardino, de quien ignoramos el nombre, y estaba allí de casualidad con sus ligas, sus calcetines, sus zapatos, su sombrero y su miembro de plástico colgando, no le quedó más remedio que suspirar. Luego, confusamente, pensó,

–(Los caminos del Señor son inescrutables. ¡Justo lo que yo quería! ¡El delirio de toda mi vida...! Siempre había soñado con que una colegiala me sodomizara...).

 

 

 

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