3 - Vista de mis libros


 



Mi modesta carrera literaria es como la de tantos otros. Durante largo tiempo escribí aquí y allá: en los blocs del colegio, en los márgenes de los libros, en cuartillas de tela, en las paredes… Luego las cartas a las novias… Más tarde, sesudas disquisiciones acerca del sentido de la existencia (sobre todo cuando alguna novia se iba con otro) y no menos retóricas consideraciones sobre el devenir de los asuntos en general, en especial los susceptibles de arreglar el mundo. ¿Quién no ha recorrido ese camino hacia el oficio literario? Todos somos escritores.

Tiza, pluma, bolígrafo, vulgar resto de lápiz, anciano ordenador que me miras desde la vitrina de los recuerdos (era un 286)… Tales fueron las herramientas, y la abundancia de café, alcohol y otras hierbas y esas chicas a las que llamamos “inspiración”.

Al fin, cuando pasan los años y retorna la soledad, esa soledad que nos abandonó durante la juventud, un buen día te ves reflejado en un escaparate y piensas, podría escribir algo… ¡Sí!, podría escribir algo en serio…

Yo me puse a la tarea a mediados de los años noventa del pasado siglo, y lo primero que parí, tras doce meses de ímprobos esfuerzos, frecuentes tientos a las sustancias que cité e innumerables vueltas adelante y atrás, fue un refrito de cosas anteriores (algunas muy anteriores) al que endosé el circunstancial nombre de “Viaje al verano“.

Tenía 240 páginas, que entonces me parecieron muchísimas, y contaba (y sigue contando) la historia de una noche de San Juan. ¡Qué orgulloso estaba yo de mi libro!, y durante mucho tiempo mi principal preocupación fue que no se borrara debido a algún accidente inverosímil. 

Tras un intento fallido de repetir la operación (es decir, organizar un nuevo refrito con las sobras), me dije, ¿y ahora qué? Se han ido tus amigos, Mariquita, el tío Pepe, Emilio el pasta, los piratas de las gafas de sol… Todos se fueron, allá se quedaron, en las páginas de un libro que se cerró: es preciso abrir otro.

Mi segunda novela (según una idea feliz que tuve uno de aquellos días en que no sabía escribir novelas) iba a tratar de la sicodélica odisea de un astronauta que se queda colgado en una órbita solar, no más de 200 páginas, y a ello me puse con todo ahínco, tarea que me entretuvo algo más de dos años. Al final tenía 900, y el astronauta sólo aparecía hacia la mitad y como un personaje secundario. ¡Eduguá, la negra y el cachalote!, inconfundibles seres de una fábula moderna y larguísima, coparon todo el espacio dedicado a expresarme, y todos hablaron en primera persona…

Con la tercera me volvió a suceder lo mismo (¡qué tiempos aquellos!), y es que una vez que hubimos sobrepasado el siglo y el milenio, una vez que hube acabado la redacción de aquel cuento ingente al que llamé “Europa barroca“, de nuevo me dije, y ahora, ¿qué?

Entonces nació “Crucita y yo“, lo que había de ser una novela costumbrista, galdosiana (por decirlo así), una novela cruda y muy actual. Aparecía una chica que desde el mismo limo de los años sesenta conseguía asentarse en este planeta, y en sus más altas esferas… Baldío intento, como los anteriores. El resultado fue un monumental relato de 700 páginas, que, eso sí, conservó (y sigue conservando) el mismo título. Lo partí en dos, y de allí nacieron “La efímera vida de Nastasia, polifacética muchacha de la Ínsula Barataria que murió joven” y “Crucita y yo“.

¡Pues no hemos dicho nada…! Estamos hablando de 1800 páginas de texto, a razón de 350 (por término medio) palabras por página. En definitiva, una locura.

Aquello lo acabé mediado el 2003 (tengo motivos para recordarlo), pero antes de llevarlo a su término ya sabía cómo iba a continuar mi existencia: con la narración de la vida de un personaje tan peculiar como Juan Evangelista, niño diablo, hijo del cometa y lobo solitario. Desde entonces…, aquí me tienen , intentado dar fin a la vida de este personaje inacabable, personaje que vivió alguno más de trescientos años… 

Pero no se den por convencidos, pues mientras Juan Evangelista campa a sus anchas por la superficie del Universo Mundo (que él dice), puesto que las novelas nunca se escriben de un tirón, aún he tenido tiempo para concluir los “Animales y otros fenómenos eléctricos“, aquella narración que intenté infructuosamente llevar a buen puerto tras el “Viaje al verano” y tuve que dejar bailando debido a mis limitaciones. ¡Cinco o seis años después!

Aunque lo que digo tampoco es todo ni lo último que sucedió. ¿Quieren creerse que en el verano de 2005, debido a la colisión con una nube de cervezas y otras sustancias, me saqué de la manga lo que al final iba a conocerse como “Las estaciones“? Pues créanselo, y si no, peor para quien esto lee.

  *        *         * 

Aquí me tienen. Nos contempla Juan Evangelista y sus trescientos años (”Edad de las tinieblas“, “Siglo de las luces” y lo que está por llegar, que no será parvo) pidiendo paso. También “Hannah la marciana” y los mutantes de “Cita en la llanura” (un western futurista) descontentos de su suerte, y yo mismo –o mi otro yo–, que desde el lado contrario del espejo me grita, “la labor comercial, la labor comercial…”. 

*        *         * 

Nunca oí tanta música…

(ni mejor música, a lo que muchos contribuyeron, aunque citaré tan sólo al gran amigo de todas las personas, Johann Sebastian Bach)

… como durante los años que ha durado esta etapa de escritor, y a ello estoy agradecido. La cabeza se reestructura de una forma que resulta muy difícil de explicar. Deberíais hacer la prueba alguna vez, aunque, eso sí, hay que ser muy constante y porfiado. Es media vida, o una vida entera.


Saludos de Camargo Rain.            



Viaje al verano

Europa barroca

Crucita y yo

Animales y otros fenómenos eléctricos

Las estaciones

Juan Evangelista

 

Reloj elástico
 
 
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