Viaje al verano




El "Viaje al verano" es la historia de una noche de San Juan. Nuestros personajes –y son unos cuantos–, iluminados por la luz de la luna mora y el errante cometa la disfrutan como si se tratara de una de esas catarsis del alma de las que tanto se habla. ¡Allá va todo lo que nos sobra! Sobre las llamas de la hoguera purificadora vuelan sillas desvencijadas, antiguas anotaciones, cepillos de dientes...
–¿Y amores no correspondidos?
–Por supuesto. Y malhumores, impaciencias y amarguras, aflicciones y desengaños y todas esas cosas que no deben quedar en la memoria.
–Y hasta un pulpo...
–Bueno, sí, hasta un pulpo. Un pulpo como de metro y medio de envergadura.
... consumido por el fuego y convertido en pavesas que se ciernen en brillante torbellino...
¡Buen viaje!


A modo de ejemplo pongo un trozo del texto en el que habla un cabrito:

El ataque de los demonios

Por si aquel final de primavera no estuviera siendo lo suficientemente agitado, a las pocas noches sucedió algo que marcó un hito en nuestras vidas, déjenme que les cuente.

Yo lo conocía por los olores, porque las cabras también olemos algo, pero sobre todo por la cara que ponían los policías (Redondo, el Terry y los demás) cuando soplaba viento de levante. No había más que verlos. Era soplar de aquel lado y ponerse todos histéricos; todos los perros a una aullaban desesperados. Algunos incluso se escondían en la cuadra de las terneras, y al Hijo del Altísimo le costaba Dios y ayuda sacarlos de allí. Las explicaciones al respecto, en el seno del rebaño, eran variadas. Unos que si fenómenos astrales, otros que si atmosféricos, e incluso otros que lo achacaban a causas que podrían situarse más allá de lo puramente físico, es decir, metafísicas, pero el caso era que todo el mundo tenía algo que decir. A mí la que más me convencía era la teoría de doña Asun, la madre de Carola.

–¡Están oliendo a todos los demonios...! –decía atemorizada, bajando la voz y mirando a su alrededor.

Los demás, ante semejante profecía, callábamos, hurtábamos la mirada y seguíamos masticando. No sé si serían todos los demonios –o sólo algunos– los que vivían no muy lejos de nosotros, en dirección a levante, pero estaba claro que por allí cerca había unos bichos muy raros.

Pues bien, como iba diciendo, una noche que ya nos habíamos recogido en el redil, una noche tranquila y estrellada en la que aparentemente nada hacía presagiar lo que iba a suceder, comenzamos a percibir síntomas alarmantes. Por ejemplo, las ovejas, tan recatadas siempre, tenían montado un tumulto completamente impropio de su habitual forma de ser. Al otro lado de la cerca se adivinaban carreras y más carreras, los béees subían de tono y la polvareda aumentaba a ojos vistas, y eso que era de noche, hora sagrada para nuestras vecinas de corral. Por un momento pensé si no estaríamos en puertas de alguno de esos desastres naturales que he oído contar que a veces suceden, pero ni yo, ni nadie por allí cerca, notaba nada de ese tipo, y les aseguro a ustedes que los terremotos los notamos las cabras mucho antes que las ovejas. Luego fueron las terneras, que estaban en su nave, al otro lado de la casa, las que se liaron a coces y mugidos, olvidándose de Dvorak, de Janacek y de todo lo anterior... ¡El asunto estaba empezando a complicarse de verdad! Para acabar de rematar la faena, los perros, que corrían de un lado para otro en silencio y olisqueándolo todo, salieron de repente disparados sin rumbo, cada uno en una dirección y todos aullando de terror y a coro.

Ponerse a aullar los perros y a temblar los rebaños que había por las cercanías, fue todo uno. En el nuestro, que hasta aquel momento había conservado una cierta calma, se desató el pánico. Todas las cabras, los chivos, las chivas, los cabritos y los cabrones, acompañados por las vecinas ovejas, nos levantamos de golpe y empezamos a correr en todas las direcciones posibles. De repente me encontré, pero así, literalmente, en medio de un tumulto de cabras enloquecidas. Tan pronto veía pasar a mi lado a doña Asun como a Mariano el gandul, a Carola como a Orlando furioso. ¡Allí no había clases ni había nada...! El problema era que estábamos en el redil, y que éste era de dimensiones reducidas, de forma que los choques, las caídas, los gruñidos, las topadas y los balidos de dolor, eran continuos. Para que no faltara nada comenzaron a oírse por algún lugar, cercano, gritos humanos acompañados de unos extraños ruidos, ruidos muy cortos pero estridentes, unos ruidos de los que luego me enteré que eran descargas de fusilería, fenómeno que por allí no debía de producirse desde la guerra de la Independencia, y coincidiendo con ello algo voló por el aire. Una masa considerable –y además teledirigida, o teletransportada, o eso parecía–, una masa rugiente, voló por los aires, por encima de nosotros, de todos nosotros..., y luego otra, otra considerable masa de similares características y proporciones, como una sombra, voló también por el aire proviniendo de un lugar cercano, cayó al suelo, rugió..., y un instante después había llegado el demonio; o los demonios, bueno.

Yo, ¡jolín!, ver aquello (imagínense ustedes dos gatos gigantescos con unas melenas como las del mismísimo Belcebú...) y tener un acelerón automático, fue todo uno. Lo único que recuerdo, y lo único que puedo decir, es que en semejante situación la presión ejercida por los rebaños de cabras sobre las paredes de los recipientes que los contienen –en nuestro caso, el redil– es suficientemente grande. Fue entrar allí los gatos gigantes volando y acto seguido derrumbarse la empalizada de madera por varios sitios al mismo tiempo. Yo salí disparado, arrastrado por la marea, y acabé pisoteado por la avalancha de mis congéneres justo al lado de la cerca. Durante un momento me quedé más tirado que una colilla, sin saber qué pasaba, pero ello me permitió ver, sí, como en un sueño, lo que sucedió por las cercanías durante un segundo, o dos, o por ahí. Ante mis ojos pasó una película, y no miento, una película de una hora, o dos, en un segundo. ¡Las cabras volaban por los aires, sin alas, y los cabritos eran un clamor...! Los rugidos, los balidos horrorizados, la sangre chorreando desde todas partes..., ¡todo era lo mismo! Los gatos gigantes volaban también, y también sin alas, y tan pronto estaban allí como estaban aquí... No se pueden hacer ustedes una idea de lo rápido que puede ser uno de esos gigantescos gatos melenudos, ni de lo ruidoso, y no digo nada de dos; yo en la vida había visto una cosa igual, ni oído. Una polvareda, como causada por un tornado, había llegado al redil y en él se había instalado. ¡Todo daba vueltas y más vueltas...!

Desde el suelo vi al Terry que llegaba trotando desde fuera acompañado del perro policía Redondo. Se pararon y olieron... El Terry debía de estar atontado, porque así, en primera instancia, enseñó los dientes con aquella expresión tan suya, como si dijera, "aquí estoy yo, cuidado...". Luego, cuando reconoció lo que tenía enfrente, intentó salir huyendo, pero ya era tarde, aquella vez no le salvó ni la carlanca, y esto sucedió a mi lado, a mi lado y en una centésima de segundo: sonó un crac bastante elocuente y el Terry se convirtió en un muñeco de trapo colgando de la boca de uno de aquellos bichos. El policía Redondo, por el contrario, fue mucho más listo. Dio media vuelta, saltó la tapia del corral por donde pudo y salió disparado hacia el monte, a gran velocidad y con el rabo entre las piernas. Yo me hice el muerto, y cuando por el rabillo del ojo vi que el gato gigante arrastraba por el cuello al Terry, me levanté de un salto y escapé detrás del policía Redondo como alma que lleva el diablo y sin atreverme ni a mirar a mis espaldas. Delante de mí galopaban centenares de cabras y ovejas confundidas en una estampida que se dirigía hacia el horizonte, hacia todos los horizontes. ¡El caos era total, y de la polvareda no digamos nada! Entre ella, la polvareda, y que era de noche, no había forma de aclararse ni de saber en dónde estaba nada ni nadie... ¡Las madres habían perdido a sus hijos y los hijos a sus madres! ¡Aquello parecía una de las más genuinas catástrofes bíblicas!

Yo corrí y corrí tras una serie de figuras que se me antojaron conocidas, y cuando llevaba recorrido un buen trecho, que se estaba acabando la llanura que rodeaba la casa y comenzaban las peñas y los enebros, he aquí que oigo que me llama una voz familiar. Miro y veo a Paquita la anoréxica escondida entre los árboles. A su lado dos caras jadeaban: Carola y otra de sus amigas, no recuerdo su nombre. De un brinco me puse a su lado.

–¿Qué hacemos? –acerté a decir.

La amiga debía de ser de armas tomar.

–¡Pues vaya una mierda de cabrón...! –vociferó completamente histérica–, ¡... que ni sabe lo que hay que hacer!

Carola, por fortuna, conservaba la calma.

–¡Venga, vamos más arriba! –dijo.

Los cuatro, de salto en salto, nos subimos por las peñas hacia la colina. Allá abajo seguía el tumulto, los balidos, los gritos, los rugidos, y nuevas descargas de fusilería volvían a oírse. Al llegar arriba nos frenamos y echamos un vistazo. Luces parpadeantes azules y anaranjadas se movían por la llanura acá y allá, pero ni idea de qué eran. Otras luces, estas destellantes, y a las que al cabo de un rato acompañaba aquel ruido de antes, estridente pero corto, se observaban alrededor de la casa, y la polvareda no disminuía. ¡La que se había organizado! Sin embargo, allí arriba se estaba bien, y la quietud de aquel lugar en lo alto de la colina contrastaba con lo que momentos antes había sucedido. Acostumbrados a pernoctar en la cuadra, aquello del aire libre, el olor del tomillo, del romero y la jara, amén de la bóveda celeste llena de estrellas, todo contribuía a que de repente nos sintiéramos de maravilla. En un segundo habíamos olvidado lo anterior y comenzado algo que parecía una nueva vida. Quizá por eso...



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Los piratas de las gafas de sol van a tomar unas cañas

Las hormigas van a las carreras

Reloj elástico
 
 
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